
"Los chicos del coro" ya es sinónimo de composición musical, pero algo que no deberíamos olvidar jamás es que tras todas esas melodías se escondieron unos personajes, una historia y una realización que no desentonaron en absoluto con la belleza de su música. Nunca me he sentido demasiado identificado con el cine francés, pero "Los chicos del coro" fue un título que me llegó, que me emocionó como pocos y que despertó en mí esos sentimientos que sólo despiertan las películas hechas desde el corazón.
Puede que su guión no fuese especialmente novedoso, pues muchas han sido las cintas que nos acercaron a un grupo de jóvenes (conflictivos en mayor o menor grado) que gracias a un controvertido adulto encontraron el canal ideal para expresar su talento e inquietudes, reconstruyendo con ello una escala de valores que parecían tener perdida. Títulos como "El club de los poetas muertos", "Mentes peligrosas", "Cadena de favores" y, cómo no, "La cage aux rossignols" (la película de 1945 en la que se basó "Los chicos del coro") ya nos acercaron a estas historias. Sin embargo, la sensibilidad con la que aquí están tratados los personajes, el cuidado que Chritophe Barratier pone en cada uno de sus planos o la belleza de su guión han hecho que, cuatro años después de su estreno, este título francés ocupe un espacio que aún no había sido ocupado por ninguno de los anteriores.
Mucho más próxima a la magistral "Cinema Paradiso" que a la soporífera película de la Pfeiffer, "Los chicos del coro" se alza hoy como un bello conjunto donde la música, eso sí, cobró un papel protagonista.
Místico
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